Como ciudadanos y consumidores no debemos renunciar a nuestras funciones de control con respecto a lo que se hace con nuestro dinero tanto en el ámbito de las administraciones públicas a través de nuestros impuestos como en el área de la empresa privada cuando tomamos decisiones de compra.
Preguntar por qué es un ejercicio muy saludable que impide que otros abusen de nuestra confianza y traten de actuar de un modo poco deseable.
¿Por qué debo contratar este servicio? ¿Qué hay detrás de este producto? ¿Por qué has tomado esta decisión y no otra a la hora de gastar mis impuestos? Son preguntas que pondrán en sobre aviso a quienes deben proporcionarnos productos y servicios, así como aquellos que deben gestionar fondos públicos que deben tener un destino que satisfaga el bien común. En cambio, renunciar a nuestra obligación de controlar el destino de nuestro dinero es una actitud que conlleva un riesgo muy elevado ya que abre las puertas hacia modelos de gestión que pueden perjudicarnos seriamente y comprometer además nuestro bienestar.
Si quienes deben gestionar fondos públicos procedentes de nuestros impuestos o quienes deben fabricar productos y prestar servicios saben que no nos importa qué hay detrás de sus decisiones o de sus procesos de fabricación o gestión, entonces tratarán de aprovechar esa posición para llevar a cabo acciones que les sean favorables en detrimento de nuestro bienestar y de un intercambio eficiente de bienes y servicios.
Por tanto, no debemos renunciar jamás a nuestra obligación de vigilar y velar por nuestros propios intereses cuando tomamos una decisión de compra o cuando evaluamos la buena o mala gestión de la clase política en sus decisiones de gasto de nuestros impuestos.
Cuando se trata de dinero siempre tratamos de ser responsables para con nuestras obligaciones y extender esta responsabilidad a nuestras compras de bienes y servicios y a nuestro nivel de exigencia para con la clase política representa el mejor modo de atender a nuestro propio bienestar.